Mi madre, la persona a la que más admiro y valoro del mundo, por mujer y por madre, no estaba muy de acuerdo en que hablara de esto de forma pública. Pero yo le dije que nadie debería vivir con miedo al juicio de nadie. De hecho, no existe juicio más tirano y ni del que seamos más esclavos que del que se realiza uno mismo. Yo lo hice. Yo ya me juzgué, me condené y me castigué muchas veces por esto que voy a contar. Pero hoy lo hago sin miedo. No hice daño a nadie. Salvo a mí mismo. Hoy me apetece contárselo al mundo. Y así lo elijo. Será la última vez que lo haga. Que hable de ello. Y después lo dejaré marchar. Para siempre.
Por eso hoy, por elección propia y por convicción quiero hablar de un tema tabú del que apenas hablamos públicamente. Aunque esté a la orden del día y sea desgraciadamente más cotidiano, extendido y «anormalmente normalizado» de lo que debería. Estos días estoy muy revuelto. Para bien. Están pasando cosas preciosas y milagrosas en mi vida, relacionadas con el periodismo y con escribir. Pero cosas que debieran haber ocurrido hace 20 años. Y que no se dieron porque yo, mi peor enemigo, lo impedí. Pero hoy en día con 4o años ya estaba listo para hablar de ello. Siento además que es lo que tengo que hacer. Ante todos. Como si fuera un poema más en uno de uno mis libros. Eso es parte del proceso de liberación. Parte de quemar definitivamente este capítulo y despedirme de él. Taponar esta herida que tantas veces me sangró y me mermó. Invisible a ojos de todos pero real dentro de mí.

A veces los daños emocionales o psicológicos pueden ser tan profundos, (sobre todo los que acontecen en edades tan tempranas) que cuesta muchos años enfrentarlos y hablar de ellos. Este se convirtió en MI DEMONIO. Y contarlo y compartirlo me sirve para seguir haciéndole pequeño. Y quizás mi experiencia y mis errores puedan ayudar además a otros chavales y familias a escoger caminos distintos. Solo hay tres personas en la tierra que saben de esto de lo que voy a hablar con la crudeza con la que me voy a atrever a contarlo. Son mi psicóloga, mi madre y Elizabeth. Y todas los han sabido hace apenas escasos años. Después de haberlo trabajado yo. Hoy me apetece contárselo al mundo. Y así lo elijo. Será la última vez que lo haga. Que hable de ello. Y después lo dejaré marchar. Para siempre. Al final le debo las gracias. Mi DEMONIO me salvó. Me enseñó a luchar sólo. Y a sobrevivir.
De toda esta vivencia, además, es más duro hablar porque causó dolor a mucha gente querida. A mi familia sobre todo. Me perdí muchas cosas. Algunas que ya no podré recuperar jamás. Como a mis difuntos abuelos de San Vicente, José y Josefa. Y a algunas que después me he esforzado en recuperar como a mi tío. (uno de los mayores regalos que tengo hoy en día) Causó sufrimiento y desconcierto a mucha gente. Además de a mí mismo. LAS DROGAS Y YO.
Hace poco conocí a un crack de Navarra, peregrino del Camino de Santiago y que sin saberlo me dio una gran lección. Él fue valiente. Y cuando su vida se desmoronó, también muy joven, él sí supo pedir socorro y dejarse ayudar. Yo fui un cobarde. O un débil. O estaba demasiado asustado y desconcertado como para hacerlo. Y no supe o no pude pedir ayuda. Mal. Casi me lleva a la tumba. Literal. Tenía 18 años. Y mi vida estaba en un punto de no retorno.

Lo que yo viví empezó con 14 años. Y fue un proceso que tuvo su triste culminación a los dieciocho. Fue la única vez en mi vida que quise que todo acabara. Que perdí las ganas de vivir. Padecí el resultado de cuatro años de puro y temerario descontrol. Al principio todo eran risas y diversión. Máximo. Subidones de vida. Pero artificiales. Felicidad química de postal. Plenitud de mentira. Lo peor es que a mí nunca me hizo falta. Con 14 años, cuando todo empezó, yo ya era química pura, energía y vitalidad sin necesidad de ayudarme con añadidos. Hiperactivo dirían hoy. Sin duda. Lo soy. Desde siempre. Y mi caso no era el de ninguna familia desestructurada ni el de un chaval conflictivo ni nada de nada. Al revés. Jugaba en el equipo de fútbol, sacaba buenas notas, tenía éxito social y escribía y escribía y escribía. Ganaba algún concurso literario, tenía amigos de toda la vida, éxito con los amores, entusiasmo vital… Y además lo tenía muy claro. Tenía una clara meta y motivación en la vida: ser periodista. Y tenía optimismo. Desbordante. ¡Si yo ya era un redomado idealista cuando no sabía ni lo que era el idealismo! jajaja. Y tenía sueños. 14 preciosos años. ¡¡Cómo no tener sueños!! Siempre fui un chaval sensible al que no le gustaba serlo; un chaval que escribía poesías de amor pero siempre más cómodo tras su rol de trasto inquieto en clase y su apariencia de ‘echao palante’. (Manuel Carrasco escribe en una de sus canciones «mis miedos me encontraron, mucho antes de encontrarme yo primero…») Así que supongo (no lo sé) que estar tan seguro de mis capacidades hizo que me creciera. Y por ahí, y por ser tan vehemente y entusiasta (intenso diríamos hoy), empezaron mi querer probarlo todo y mi ansiar vivirlo todo. Como si fuera a morirme mañana. Como si no existiera un mañana. Existencialismo elevado a la enésima potencia. Y me pasé de frenada.
En pocos años fui perdiendo, sin darme cuenta, toda mi energía vital. La ilusión. La motivación. Las ganas. Las ganas de todo. Dejé de creer en todo lo que creía. En el futuro. En mis posibilidades. Dejé de creer en mí. Convirtiéndome en alguien lejano a César Fernández. No fue de un día para otro. Las drogas fueron acentuando ese hastío vital con el tiempo. Lentamente. Como parte de un proceso. Los psiquiatras, los psicólogos y la gente que hemos vivido, reflexionado y disertado sobre este tipo de cuestiones, solemos estar de acuerdo en que las drogas tan sólo acentúan algo que tú ya tienes dentro. Que ya está ahí. En unos potenciará sus virtudes (aunque sea de forma puntual, artificial y un pan para hoy y hambre para mañana) y en otros las desgastará. En mi caso estaba claro lo que estaba ocurriendo. Merma. De un potencial precioso. De una mente creativa, pasional y sana.
Aquello comenzó a los 14 años. Cuando salí del colegio y llegué al instituto. Al mundo de los mayores. En el que yo siempre me había movido con comodidad. Y duró hasta los 18 años. Hasta que me di cuenta de que yo, ya no era yo. Progresivamente la droga me había ido cambiando y mermando. Mi hiperactividad; mi afán por vivirlo todo y experimentarlo todo; y mi ansia por vivir como si me fuera a morir al día siguiente me fueron acercando poco a poco a nuevos ambientes, nueva gente. Y a las DROGAS. Nadie me influyó. Fui yo sólo. No solo las consumía sino que las defendía como un derecho y una libertad de elección. Al principio con el hachís sin esconderme ante mis padres. Al revés. Yo lo contaba en casa y escribía cartas al director de El Correo defendiendo la legalización. Para mí era un ejercicio de libre albedrío desde la responsabilidad y apelando a mi madurez y a mi inteligencia. «Yo sabía lo que hacía. Y era mi derecho». ¡Dios mío! Mis pobres padres… No me llegará toda una vida para compensarles el sufrimiento de aquellos años. Tiene que ser durísimo asistir impotentes a ver cómo un hijo se autoinmola y tira por la borda todas sus posibilidades. Su futuro. Ver que el niño a quien has criado en unos valores y a quien le has puesto a su disposición, con esfuerzo y sacrificio, todas las oportunidades del mundo, desperdicia todo eso. Y ver cómo se transforma en un desconocido. En una persona que no es él. En otra persona. Tiene que ser muy duro. Asistir a algo así. Aunque mi madre ya no se acuerde o no se quiera acordar. Y aunque me diga que no fue para tanto. Yo lo sé. Y a mí no se le olvida.
Porque yo además lo reivindicaba. Mi derecho, mi derecho, mi derecho. Yo, yo, y yo. Y sino os gusta me echáis de casa. Chantaje. Puro chantaje emocional. Así de cabrón y de ciego pueden hacerte ese cóctel de soberbia, frustración y drogas. Hasta que llegó. Llegó el batacazo final. El que a la postre me mató pero que me estaba a la vez salvando la vida. Salvándome de haber acabado (quién lo sabe) como un alma en pena marginal de esas que vemos por las calles, o en un psiquiátrico, o en un tanatorio…
El punto extremo fue llegando con el tiempo. El conflicto interior entre mis hábitos y mi conciencia se acentuaba. Y también con él la frustración, el sufrimiento, la ira…Un círculo vicioso del que ya no sabía cómo salir. Viéndolo con el tiempo y desde fuera puedo decir, con la mayor de las vergüenzas y el horror del mundo, que llegué en ocasiones a parecerme a uno de esos chavales que hoy veo en el programa “Hermano Mayor”. Un tirano indomable y soberbio. Con mis padres. Muy muy jóvenes entonces (rondarían los 37 años, ellos). Cruel. Descontrolado. No había forma de hacerme entrar en razón. La soberbia, que no deja de ser exceso de orgullo y falta de humildad, me cegaba. Y lo pagué. En mi caso no me habría hecho falta ningún otro estímulo. Pero siempre quise jugar al límite. Y vivir como si fuera a morirme mañana.
Y llegó. Llegó como un tsunami arrasa con todo. Un hecho que supuso la destrucción total de mi mundo. A los 18 años. Después de haber vivido todo y probado todo menos la heroína, el «listo» de la clase y del barrio, y que ya estaba mental, anímica y emocionalmente a la altura del betún y en pura decadencia, se quedó a UNA DÉCIMA, una puta y miserable décima de la nota de corte para entrar a periodismo. A lo que probablemente habría podido reengancharme a mi verdadero yo. Y recuperar al verdadero César. Un 6,66 saqué yo. Un 6,77 era la nota de corte. Dos veces. Dos selectividades. Misma nota. Como si el destino quisiera darme la mayor y más cruel lección de mi vida. Merecida. Ganada a pulso. Mi único y mayor enemigo había sido yo. Y lo peor es que yo lo sabía. Sólo tenía 19 años. El hostión fue tan brutal como caerse de un rascacielos. Y toda la ira y todo el odio y todo el miedo y toda la tristeza y toda la decepción y todo el dolor los proyecté contra el único culpable. YO. Y se me quitaron las ganas de vivir. Habría descansado si me hubiera muerto aquel año en que cumplí 19 años. Fue un infierno. Un infierno interior. Lleno de demonios. Y de sufrimiento. Y de culpa. En silencio. Callando todo. Superado. ¡Cómo explicar todo aquello y a quién! Por dónde empezar... Y no lo hice. Y me rayé. Con la culpa. La culpa. La culpa. ¡Cómo salir de ahí! Cómo romper con mis círculos de entonces sin sentirme mal por hacerlo. Sin sentir que «dejaba en la estacada» a personas a las que yo apreciaba y me sentía unido. Con las que había compartido mi adolescencia en las buenas y en las malas. Cómo volver atrás… Cómo arreglar aquello. El daño a mis padres. El daño a mí mismo. Mi sueño echado por la borda. Y un único culpable. Sufrimiento. Máximo. Sentí que ya nada merecía la pena. Mi cabeza entró en un bucle peligroso y en muchos momentos sentí que me estaba volviendo loco. Pero no como el loco que ya nací y que siempre seré. Bendita locura esa. Hablo de enfermedad. De enfermedad mental. Miedo. Terror. Mudo. Y en soledad.
Y por eso aquel DEMONIO, mi demonio, se fijó tan a fuego. En lo más profundo de mi alma y de mi mente. En mi memoria emocional. Como cuando un niño estudia un idioma de muy pequeño. Éste se le fija de forma férrea. Y no se le olvida jamás. A mí me pasó lo mismo. Mi demonio. Nunca exteriorizado. Y volviendo de vez en cuando desde entonces. En cualquier palo de la vida, en cualquier ruptura de pareja, al quedarte en paro, al fallecer un familiar… Siempre ahí. Reventándome a inseguridades y a miedos. Y tambaleando mi mundo interior. Sin poder controlarlo. Porque ese DEMONIO era más grande que yo. Porque aún era aquel el niño de 18 años el que luchaba contra él. Débil y perdido. Y no el César de cuarenta.
Las DROGAS Y YO nos robamos mi sueño de la niñez. Desde que hacía mini periódicos con 9 años y los llevaba al

colegio para que los otros niños y niñas pudieran leerlos en la hora de lectura. Y les entrevistaba; y encuestaba gente por la calle…jajaja. ¡Madre mía! Si yo ya en aquel entonces era un loco de escribir, y de contar y de contar y de contar. Y me cargué todo aquello. Y lo que todo el mundo a mi alrededor, profesores y familia, veían y sabían que era mi destino. No escuché a nadie. Ni a mí mismo tampoco. Me cargué aquel sueño de ser periodista. Y probablemente el poder vivir de ello hoy en día. Por eso sigue siendo tan importante para mí. Es cierto que no sería quien soy sin haber vivido aquella disrupción y haber vivido aquellas cosas, pero yo siempre digo que pagaría por volver a aquellos 14 años. Y elegir caminos distintos. Después de mucho trabajo y malos ratos recordando todo aquello con mi psicóloga y amiga; de sacarme la carrera universitaria; de publicar libros y de ejercer, he logrado, por fin, perdonarme. Dejar de castigarme por aquello. He logrado mi paz interior. Salir absuelto y libre por fin de mi propio juicio. Pero sobre todo he entendido que fue también aquel fracaso lo que me salvó. Mi demonio me salvó la vida.
La psicóloga me preguntaba muchas veces que cómo logré salir de aquel infierno interior sin contárselo a nadie, y sin ayuda familiar o profesional. Y yo le dije que sí que lo contaba. Que se lo contaba a las páginas en blanco de mi diario y a mis poemas. Quizás deseando que alguien los encontrara. Y que escuchara todos aquellos gritos de auxilio que yo no me atrevía a sacar de mi garganta. Las letras. Me sostuvieron.
Ya han pasado más de 20 años desde aquello. Yo no juzgo ni juzgaré a nadie ni nada jamás. Yo lo hice y fue mi voluntad. Exclusiva. Y cada cual decide sobre su vida. Lo respeto. Pero este es un tema que a veces se banaliza o se normaliza. Demasiado. La vida es un bellísimo regalo que puede ser muy perra ya por sí misma. Estamos todas expuestas al fracaso, a la frustración, al desamor, a la enfermedad tuya o de los tuyos, al paro, a la muerte, al dolor… Pero no le eches más gasolina a un fuego. Ese es mi consejo. Y las drogas son precisamente gasolina de 98 octanos. Todas. Las químicas más todavía. Pan para hoy y hambre para mañana. Y precariedad. Precariedad mental. Aunque te ayude y te divierta o te alivie el peso de vivir en un momento puntual. Cuidado. Cuidado con eso.
Un abrazo enorme enorme y carpe diem, Oh Capitanas y Capitanes!!! Cuídense muchísimo. Hay que vivir 100 años. Se les quiere. 😉
PD- Todavía hoy tengo algún amigo que 22 años después aún es un adicto. Diamantes que no supieron cómo salir de ahí. Aunque yo confío en ellos. Nunca es tarde. Todos los demonios se pueden vencer. Y estamos aquí. Nunca nos fuimos. Y nunca nos iremos. Yo no. Y lo sabes. Sólo tienes que querer. Tú eres un alma gemela. Desde muy pequeños. Tu otra versión. La que nos da mil vueltas a todos. Esta no. La de estos años no. La otra. La que llevas dentro. Yo la espero. Yo te espero. Amigo.